Quien se decida por el seguimiento de Jesús debe saber que opta por una situación de carencia de toda protección y apoyo:
"Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza" (Mt 8,20).
El llamado de Jesús para que sus discípulos adoptaran esta extraña forma de vida que El ya había abrazado antes tenía como motivación el anuncio de la inminente llegada del Reino de los Cielos (Mc 1,14-15): El tiempo fijado por Dios para la irrupción de su Reino en este mundo ya había llegado a su plenitud. El período actual de la historia tocaba a su fin, y ya se vislumbraba el comienzo de los tiempos escatológicos. El proceder de Jesús, y de los discípulos con Él, mostraba con los gestos, más que con las palabras, la precariedad de este orden existente. Ya no había espacio para instalarse en este mundo cuando todo debía desaparecer para ceder su lugar al Reino que se iniciaba.
La total transformación que trae la llegada del Reino explica la radicalidad del llamado, que no admite medias tintas, como también la urgencia que no deja espacio para ninguna dilación. Así lo muestra la respuesta dada a aquel que pedía algún tiempo de espera hasta que sepultara a su padre (Mt 8,21-22; Lc 9,60) y la que se le dio a aquel otro que primero quería despedirse de su familia:
"El que ha puesto la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios" (Lc 9,62).
La Biblia contiene la Palabra de Dios profundamente enraizada en una historia. Los condicionamientos culturales de la predicación de Jesús exigen un especial tratamiento para no confundir lo esencial con aquello que pertenece al mundo de imágenes utilizadas por los hombres de una época en un lugar determinado del mundo. Esto que se dice de toda la Sagrada Escritura vale de una manera muy especial cuando se trata de un caso como el presente, en el que se trata de lo escatológico y con frecuencia se recurre a imágenes y expresiones propias de la apocalíptica.
Las palabras y los gestos de Jesús muestran a los hombres que se está ante una irrupción de la acción de Dios en la historia humana. La humanidad entera se encuentra frente a Dios, que juzga el mundo de los hombres y quiere llevarlo hacia la realización plena de su plan: la salvación. Dios hace cielos nuevos y tierra nueva (ver Is 65,17; Apc 21,1-5), en los que solamente puede ingresar el hombre renovado.
Cuando se toma conciencia de lo que significa este acontecimiento único, no queda lugar para postergaciones. El hombre debe optar por aceptar el plan de Dios, así como se revela en Jesucristo, o permanecer anclado en el compromiso con el pecado y con las formas de vida que se originan o se conforman con ese pecado. Como en el caso de la mujer de Lot, cuando se destruye el mundo del pecado no es lícito mirar hacia atrás (ver Gn 19,26).
Ante la presencia de Jesucristo, que revela el plan originado en el amor salvador del Padre e invita a los hombres a entrar en él, todo es puesto en crisis. La misma existencia del cristiano, las estructuras dentro de las que se mueve, sus criterios, la pertenencia familiar o nacional, el uso de los bienes, todo debe ser sometido a crítica para que adquiera una nueva forma, que no es 'la forma del mundo'. El creyente debe transformarse interiormente y renovar la mentalidad (Rom 12,2), hasta llegar a ser 'una nueva creación' (2Cor 5,17) por su pertenencia a Cristo. Pero esto trae como consecuencia que por su conducta y su categoría de valores se sentirá como ajeno en este mundo, así como se sienten los extranjeros en una tierra que no es la propia.
El cristiano está llamado a vivir como extranjero, 'desarraigado' en este mundo, como un signo de la nueva creación que ya se hace presente. Viviendo ya por anticipado en los 'cielos nuevos y tierra nueva' mientras todavía permanece en este mundo, encuentra que el nombre de 'extranjero' es el que mejor le conviene y al que nunca debe renunciar.
"Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza" (Mt 8,20).
El llamado de Jesús para que sus discípulos adoptaran esta extraña forma de vida que El ya había abrazado antes tenía como motivación el anuncio de la inminente llegada del Reino de los Cielos (Mc 1,14-15): El tiempo fijado por Dios para la irrupción de su Reino en este mundo ya había llegado a su plenitud. El período actual de la historia tocaba a su fin, y ya se vislumbraba el comienzo de los tiempos escatológicos. El proceder de Jesús, y de los discípulos con Él, mostraba con los gestos, más que con las palabras, la precariedad de este orden existente. Ya no había espacio para instalarse en este mundo cuando todo debía desaparecer para ceder su lugar al Reino que se iniciaba.
La total transformación que trae la llegada del Reino explica la radicalidad del llamado, que no admite medias tintas, como también la urgencia que no deja espacio para ninguna dilación. Así lo muestra la respuesta dada a aquel que pedía algún tiempo de espera hasta que sepultara a su padre (Mt 8,21-22; Lc 9,60) y la que se le dio a aquel otro que primero quería despedirse de su familia:
"El que ha puesto la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios" (Lc 9,62).
La Biblia contiene la Palabra de Dios profundamente enraizada en una historia. Los condicionamientos culturales de la predicación de Jesús exigen un especial tratamiento para no confundir lo esencial con aquello que pertenece al mundo de imágenes utilizadas por los hombres de una época en un lugar determinado del mundo. Esto que se dice de toda la Sagrada Escritura vale de una manera muy especial cuando se trata de un caso como el presente, en el que se trata de lo escatológico y con frecuencia se recurre a imágenes y expresiones propias de la apocalíptica.
Las palabras y los gestos de Jesús muestran a los hombres que se está ante una irrupción de la acción de Dios en la historia humana. La humanidad entera se encuentra frente a Dios, que juzga el mundo de los hombres y quiere llevarlo hacia la realización plena de su plan: la salvación. Dios hace cielos nuevos y tierra nueva (ver Is 65,17; Apc 21,1-5), en los que solamente puede ingresar el hombre renovado.
Cuando se toma conciencia de lo que significa este acontecimiento único, no queda lugar para postergaciones. El hombre debe optar por aceptar el plan de Dios, así como se revela en Jesucristo, o permanecer anclado en el compromiso con el pecado y con las formas de vida que se originan o se conforman con ese pecado. Como en el caso de la mujer de Lot, cuando se destruye el mundo del pecado no es lícito mirar hacia atrás (ver Gn 19,26).
Ante la presencia de Jesucristo, que revela el plan originado en el amor salvador del Padre e invita a los hombres a entrar en él, todo es puesto en crisis. La misma existencia del cristiano, las estructuras dentro de las que se mueve, sus criterios, la pertenencia familiar o nacional, el uso de los bienes, todo debe ser sometido a crítica para que adquiera una nueva forma, que no es 'la forma del mundo'. El creyente debe transformarse interiormente y renovar la mentalidad (Rom 12,2), hasta llegar a ser 'una nueva creación' (2Cor 5,17) por su pertenencia a Cristo. Pero esto trae como consecuencia que por su conducta y su categoría de valores se sentirá como ajeno en este mundo, así como se sienten los extranjeros en una tierra que no es la propia.
El cristiano está llamado a vivir como extranjero, 'desarraigado' en este mundo, como un signo de la nueva creación que ya se hace presente. Viviendo ya por anticipado en los 'cielos nuevos y tierra nueva' mientras todavía permanece en este mundo, encuentra que el nombre de 'extranjero' es el que mejor le conviene y al que nunca debe renunciar.
Pbro. Luis Heriberto Rivas
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